A veces el calor se apodera de todo, todo lo posee y en todo deja su marca. Casi nadie en la playa. Yo estaba en las dunas, había discutido con Adela y allí la dejé, en el camping.
Aproveché para pensar en mis cosas, es decir, en mis finanzas: nunca he hecho más cuentas que ahora que casi soy un jipi. Se me está terminando el subsidio de desempleo y lo que les robé a aquellos mamones, la famosa minuta que cobré por mi cuenta.
No sé si establecerme por aquí, y llevarle los recursos contra las multas y demás cargas penales al montón de narcos que dan de comer al pueblo.
No sé. Podría irme a Madrid con mi hermano y buscar algo allí, pues no me veo de letrado de los mafiosos. Y Adela no me ayuda a pensar claro, ni los porros. Me puede y no quiero necesitarla. No he comido. Iré a la tienda de la vieja, junto a la carretera nacional.
Allí viene una moto haciendo un ruido raro. Está derrapando. El tío se ha caído aquí junto a la curva:
– Hostias Pedro, ¿estás bien?
– Si, no tengo nada. Me voy al chiringo del Negro. ¡Vente!
– ¿Y la moto?
– Déjala ahí. Robaré otra cuando quiera volver a Sevilla.
– ¡Qué calor!
– Me iré con Pedro un rato, pero lo he visto claro: esta gente es un desastre, mejor me dedico, como quería mi tío Javier, al derecho mercantil.