Jacinto

Obra de Almeida

Comprobó que llevaba las llaves (jamás las olvidaba, siempre ellas en el bolsillo derecho del pantalón) y cerró la puerta de su casa. Dejó la bolsa de basura y dos envases de agua mineral en el contenedor y se cambió de gafas, pasando de unas transparentes para su miopía a otras de igual graduación pero de sol. Fue caminando hasta un lugar relativamente lejano donde vendían cupones en una garita de la ONCE; lo hacía por estirar las piernas, por moderar su sedentarismo.
Realizó el camino en sentido inverso y se internó en una zona de bares. Eran las cuatro y media de la tarde, era fiesta, se bebían copas largas y cafés en los locales abiertos, también en el que jacinto frecuentaba, el Macedonia.

– Hay gente que sobra, mucha. Por culpa de los tarados vivimos peor, les pagamos hasta por que se reproduzcan a los muy hijos de puta.

Lo primero que escuchó fue esa retahíla, coreada por risas cómplices. Pidió a su amiga la dependienta un té -«verde, por favor» -y echó un vistazo al declamador de tasca, a ese que sembraba odio.
—- Los inteligentes se casan con los inteligentes, aportan talento y trabajo y los atracan con impuestos confiscatorios para mantener la chusma de tarados que esquivan trabajar: son viciosos que enferman y encarecen todavía más la factura por mantenerlos en vida… inútiles, sinvergüenzas…
El tipo era alto y de buena apariencia: reflejaba buen gusto y, además, sensibilidad e inteligencia.
Jacinto no quiso contenerse y le espetó:

– Disculpa, ¿Tú admiras a Nietzsche?

– Sí, claro. Es el pensador más valiente que ha existido. Dice maravillosamente lo que todos pensamos en el fondo. ¡Que enaltecer a los débiles y miserables es antinatural! ¡Una perversión contra la vida!

– ¿Qué te parecería si en nombre de la moral del superhombre te clavase yo, porque me sale de los huevos, esta navaja?

El orador se puso pálido. Empezó a sudar y quedó mudo. Siguió Jacinto:

– Toma, te regalo la navaja por si te hace falta. Antes que otra cosa hay que ser buena persona y no un hijo de puta.
Tienes razón en que los desfavorecidos… en fin, pero no tengo ganas de hablar, me has asqueado.

Hubo silencio. Solo se oía la voz de Nina Simone saliendo del aparato reproductor de sonidos. Entonces llegó un grupo de amigos de Jacinto, y éste, que estaba borracho, se libró de una paliza…