Arguila

Obra de Máximo Moreno

Ser miope tiene ventajas. Ayer divisé a lo lejos, en una avenida, a una joven esbelta que se aproximaba patinando. Durante unos segundos vi (o no vi) a una preciosidad con melena al viento y el rostro ovalado. Ya más cerca, ¡ay!, no era tan guapa, bajaba bastantes escalones del podio que, para mí, ocupaba en la distancia. Así es un poco casi todo: de cerca se devalúa, pierde… pero por fortuna hay cosas y personas que no pierden, sino que ganan, y, algunas, ni siquiera cansan y no llegan a hartar. Son las que nos enamoran.
Hacía yo estas consideraciones mientras me dirigía a una horrible y atestada oficina pública para intentar que me volviesen a dar un certificado que yo, en mi cretinismo organizativo, había tirado frívolamente. Hay que ser muy zen para no pringarse con la nube aceitosa de estrés que emporca todo aquello.
Pero a esa oficina en concreto empecé a acudir inventándome pretextos.
Había una empleada que me parecía creada para mí: su cuerpo, su rostro, su boca y, principalmente su mirada, y sobre todo ello su voz, su exquisita voz.
Me acordé de Juanma, antiguo amigo de la playa, dueño de una gestoría y me confió algún papeleo para que yo pudiera verla de cerca. Se llama Julia y no me atrevo a más, estoy cortadísimo ¿Cuál es su edad? De momento ya se que se apellida Salazar García, y no he querido seguirla ni iniciado investigación alguna; de momento estoy disfrutando de cada paso, o pasito, que doy.
Vi que, en su mesa, había folletos sobre Japón:
rápidamente me enteré de que le apasiona el país y que pronto lo visitará por segunda vez. Le hablé de un clásico, un gran libro, “El crisantemo y la espada”, de la antropóloga Ruth Benedict, que estudió de manera muy sugestiva la cultura japonesa para el General Mcarthur, Virrey estadounidense tras la segunda guerra mundial. Incluso, haciendo una veloz síntesis, me referí a la contraposición oeste –oriente en educación.
Inventé –aunque puede ser cierto- que el libro está agotado, y ofrecí prestárselo.
Al día siguiente se lo entregué sin guardar cola.

La del pensionista es una libertad condicionada por los achaques que han motivado la pensión, el más frecuente de ellos la vejez. Yo tengo achaques y aún no soy viejo, pero sí demasiado mayor para Julia. Si tuviese más estatus social esa distancia quedaría muy recortada, pero no es así. No obstante, y como diría Salgado, yo tengo mis laberintos y mis cosas, y delibero en mi interior entre tres posibilidades: olvidarme de la bellísima; trabar una relación… que no saldría de lo lamentablemente ridículo; o raptarla, hacer una barbaridad.

En las novelas de la etapa romántica era un lugar común que la heroína fuese conducida por sus padres a un largo viaje, para que así olvidase al arribista que la había enamorado. Yo bajé al moro y fumé mucho, casi deliré intoxicado por tanto petardo, tanta arguila. Pero esta vez el hasch me ha salvado: renuncio al disparate y, como corresponde, tranquilo y cobarde seguiré envejeciendo…