Decididamente no servía para interpretar (y mucho menos para explicar) los sueños, sobre todo los propios.
Le producía desasosiego, era como intentar asir una bola de mercurio con los dedos. El significado se escapa, las supuestas evidencias son tan arbitrarias que es como debatirse entre arenas movedizas y pretender avanzar.
Un día, sin embargo, soñó que en un sitio determinado, conocido por él, hallaría una cartera llena de monedas de oro y un cierto escrito que le aclararía más de un misterio. Aquél lugar era una casa vieja y en alquiler por delante de la cual pasaba a menudo. Hizo un esfuerzo heroíco en lo económico y alquiló el primer piso, el que indicaba el sueño, y allí, tras un enclenque tabique, y dentro de un viejo maletín, halló el tesoro.
Las monedas eran francesas, de Napoleón III. Consultando Internet comprobó que, si quería, podría dejar de trabajar en su librería, o despreocuparse del negocio y llevarlo como afición, ahora precisamente que el libro se bate en retirada y las grandes cadenas acogotan al pequeño comerciante.
Otra cosa eran los textos, que venían recogidos en un viejo cuaderno rectangular apaisado, con cubiertas verdosas de cierto espesor.
Anselmo tenía manías de lectura. Obviaba los prólogos, o los leía al final. Y en vez de consultar el índice de los libros, prefería catarlos como melones, los abría al azar y los “probaba”.
Esta vez, y por respeto, se contuvo, decidió que la lectura tendría que ser cuidadosa y detallada, de modo que fue al índice y quedó impresionado: allí se trataban temas propios de los programas, libros y revistas esotérico-parapsicológicos. Le dio vértigo, un instinto conservador lo alertó de que conocer aquél material podría ser un viaje sin retorno, un encadenamiento a fuerzas desconocidas, peligrosas.
Sólo se atrevió a leer por encima un capítulo sobre pintura. Allí se afirma que el pintor, igual que posee dos manos, dos brazos, dos ojos, etc, presenta dos aspectos básicos: un grado de maestría técnica, de saber hacer, y una capacidad (solo algunos) para captar imágenes y seres del bajo astral y traerlos a nuestra dimensión humana. Obsérvese que obvia la belleza sublime, que no le interesa al texto la procedencia de ésta, sino que se centra en imágenes auténticamente tenebrosas, diabólicas. Hasta ahí llegó Anselmo, y como la función crea al órgano, ya no era el kamikaze de su juventud, sino un tipo con la parsimonia y la prudencia del tendero.
El tesoro sigue en el mismo piso. Los numismáticos se asombran cuando, de vez en cuando, aparece en el mercado una de esas raras monedas de Napoleón el pequeño, sobrino del gran Napoleón…