Despertó en la primera madrugada y se sentía fatal. Para colmo tenía el transistor encendido y trataban un tema que le era especialmente desagradable. Leyó las últimas páginas de un libro de historia española contemporánea que no contribuyeron a levantarle el ánimo, y visto que no vendría el sueño, se levantó y consultó la prensa digital.
Tras una infusión con galletas, el mejor blues; poco a poco, fue reconciliándose consigo mismo y recobró la necesaria distancia irónica respecto a sus insuficiencias y problemas. La guitarra, una vez más, transformaba la depresión en melancolía, y prometía un mundo, una vida mejor.
La tarde anterior le habían hablado de un hipnólogo. No era un tipo armado con un péndulo y aires espectaculares, le dijeron; daba clases en la facultad de Psicología y, mediante lo que llama desdoblamiento, consigue que queden atrás los esguinces de la voluntad. Dejó la mascarilla de oxigeno y encendió otro cigarrillo. No podía dejar de fumar. Le habían dado el ultimátum de que, si no abandonaba el vicio, pronto se derrumbaría totalmente su salud. Aspiró con amor el humo y pensó que quizá, pronto podría abandonar algo que le roía la vida.
Pero, por si acaso, comprobó que la pistola seguía en su sitio.